sábado, 7 de noviembre de 2020

La conjuración de Catilina

 


Cesare Maccari, Cicerón denuncia a Catilina

A Salustio, historiador romano, le motivó escribir La conjuración de Catilina no sólo el dejar recuerdo de sí como escritor y servir a la patria sino también lo inaudito de la maldad de este personaje y de los peligros que trajo consigo.

Lo primero que le atrae a Salustio es la naturaleza extraña y demoníaca, pérfida, tornadiza, insensata, de Catilina que tiene por características fundamentales la maldad y la fuerza, puestas al servicio de una gran ambición. Pero los hechos de semejante hombre sólo se explican por la corrupción de la sociedad de su tiempo. El historiador nos explica cómo han llegado a tal perversidad las costumbres romanas.

Contra la religión y contra las leyes, Catilina tenía antecedentes criminales, al cometer estupro con una doncella noble y con una sacerdotisa vestal, y al participar en las matanzas del dictador Sila, y al falsificar documentos con sellos de apariencia oficial. El amigo íntimo de Catilina, Cneo Pisón, intrigante, influyente y turbulento, era partícipe y consejero de todas sus determinaciones.

El grupo de los conjurados de Catilina eran:

P. Cornelio Léntulo, apellidado Sura, cónsul el año 74 a. C., expulsado poco después del Senado por sus malas costumbres, y pretor el año 63 a. C., el año de la conjuración. No fue muy eficaz su dirección sobre los conjurados que se quedaron en Roma.

P. Autronio, condiscípulo, amigo de infancia y colega en la cuestura de Cicerón (año 75); condenado al destierro el año 62; Cicerón habla de él como hombre osado, inquieto y de perversas costumbres.

Los dos Silas, sobrinos del dictador, condenados también el año 62.

Casio Longino, pretor el mismo año que Cicerón (66), compitió con éste y con Catilina en las elecciones consulares.

Cetego, de carácter impetuoso y arrebatado, hombre disoluto y político aventurero, tránsfuga de todos los partidos.

Quilón Anio, L. Bestia, Leca (en cuya casa celebraban los conjurados sus reuniones) y Curio, el que descubrió la conjuración.

Y los caballeros del orden ecuestre, M. Fulvio Nobilior, Estatilio, Gabinio y C. Cornelio, acusado de intentar asesinar a Cicerón.

Catilina habla a sus amigos el lenguaje del despecho y de la pasión: no es un grupo de ciudadanos que quieran transformar el Estado conforme a un ideal político sino una pandilla de bandidos de la aristocracia que tratan de dar el asalto al poder para utilizarlo arbitrariamente.

Catilina intenta facilitar la empresa desde la altura del consulado, pero, como fracasa por dos veces su aspiración a la magistratura, se siente despechado y se decide por las insidias, la conjuración del año 63 y la guerra.

Primero entabla una lucha secreta de asechanzas contra Cicerón, a quien los elementos conservadores de Roma han hecho cónsul en perjuicio de Catilina.

Hubo un proyecto de golpe de Estado en que los dos líderes del partido popular, César y Craso, fueron los promotores y Catilina el instrumento. César era el encargado de dar la señal de ataque, pero no lo hizo, y todo quedó en una tentativa. César y Craso observaron el rumbo feroz y disparatado que tomaba la acción de los conjurados e hicieron fracasar sus designios. La actuación de César en todo esto queda documentada en Suetonio y también motivó la acusación posterior de Cicerón en un libro.



Las intrigas de Catilina y Murena llevaron a Cicerón a reforzar las penas establecidas contra el soborno y dieron ocasión a tormentosos incidentes en el Senado, en que Catilina mostró su descaro, llegando a planear el asesinato de Cicerón y de los contrincantes que le disputaban el triunfo electoral.

Cicerón en la sesión del 8 de noviembre en el templo de Iupiter Stator pronunció la primera de sus célebres Catilinarias, al día siguiente de la intentona de los conjurados contra su vida.

Después, cuando fallan sus asechanzas por la habilidad de su adversario y acusado por éste ante el Senado, Catilina sale de Roma para unirse al ejército que su cómplice Manlio ha establecido en Etruria con todos los descontentos del país.

Manlio, hombre de Fésulas (Fiésole), experimentado en la guerra, ex-oficial de Sila, disipó su patrimonio en la crápula, trabajó en Roma por la candidatura de Catilina al consulado.

La plebe romana, falta de toda moral y patriotismo, se mostraba siempre dispuesta a sumarse a cualquier rebeldía que contara con probabilidades de éxito: en ello residía el gran peligro de la conjuración.

Los cómplices de Catilina que se quedan en Roma han ideado un plan de incendios y matanzas con objeto de hacerse dueños de la ciudad, al tiempo que Catilina llegara con el ejército de Etruria.

Pero los embajadores alóbroges (nación céltica de la Galia Narbonense, en la zona del río Ródano) a quienes han tratado de complicar en la trama se lo descubren todo al cónsul Cicerón. Aunque la región del Ródano y del Isera era fértil y rica, los impuestos romanos y las usuras de los comerciantes habían reducido a este pueblo céltico a los mayores apuros.

Cuando los conjurados envian a Catilina un emisario, un falso compañero de los alóbroges, este emisario es sorprendido y apresado al salir de Roma con las cartas que llevaba. Los cabecillas de la conjuración quedan detenidos en domicilios privados, pero, como continúan maquinando, Cicerón convoca al Senado y le pide parecer sobre lo que ha de hacerse con ellos. César era partidario de deportarlos; Catón, de la pena de muerte; la asamblea se adhiere al dictamen de este último, y el cónsul hace ejecutar inmediatamente a los condenados.

Entretanto, Catilina, al llegar a su campo la noticia de lo ocurrido en Roma, se ve abandonado por gran parte de sus soldados. Pensando salir a la Galia, pasa con los restos del ejército a tierras de Pistoya, donde él y todos los suyos mueren luchando contra las tropas de la república.

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