domingo, 9 de junio de 2019

EL PENSAMIENTO MÁGICO

El hombre del neolítico o de la protohistoria es el heredero de una larga tradición científica. La "paradoja neolítica" no admite más que una solución: la de que existen dos modos distintos de pensamiento científico, tanto el uno como el otro, una y otra función, no constituyen estadios desiguales de desarrollo del espíritu humano, sino dos niveles estratégicos por los que la naturaleza se deja abordar por el conocimiento científico: uno de ellos aproximativamente ajustado al de la percepción y la imaginación, y el otro, desplazado; como si las relaciones necesarias, que constituyen el objeto de toda ciencia, pudiesen alcanzarse por dos vías diferentes: una de ellas muy cercana a la intuición sensible y la otra más alejada.

Esta ciencia de lo concreto -que postula que los caracteres visibles de las plantas, animales, minerales, etc. son el signo de propiedades igualmente singulares, pero ocultas- no fue menos científica, y sus resultados no fueron menos reales. Obtenidos sus resultados 10.000 años antes que los resultados de las ciencias exactas naturales, siguen siendo el sustrato de nuestra civilización.

El pensamiento mágico forma un sistema bien articulado, independiente de ese otro sistema que constituirá la ciencia, salvo la analogía formal que los emparenta y que hace del primero una especie de expresión metafórica de la segunda. En vez de oponer magia y ciencia, sería mejor colocarlas paralelamente, como dos modos de conocimiento, desiguales en cuanto a los resultados teóricos y prácticos, pero no por la clase de operaciones mentales que ambos suponen, y que difieren menos en cuanto a la naturaleza que en función de las clases de los fenómenos a las que se aplican. (Claude Levi-Strauss, "La ciencia de lo concreto", El pensamiento salvaje, 1964)



Los ejemplos de los indígenas dogón de Sudán, los navajos, los hopi, los aymara de Bolivia, guaraníes de Argentina y Paraguay y otros que se pueden añadir testimonian a favor de un pensamiento entregado de lleno a todos los ejercicios de la reflexión intelectual, semejante al de los naturalistas y los herméticos de la antigüedad y del medievo: Galeno, Plinio, Hermes Trismegisto, Alberto Magno...  (Levi-Strauss, "Las clasificaciones totémicas", El pensamiento salvaje)

La precisión de los indígenas es tal, que se nos lamentamos de que todo etnólogo no sea también especialista en minerales, en plantas, animales, incluso en estrellas. "Conservar el recuerdo de los términos indígenas de la fauna de un país no es solamente un acto de piedad y de honestidad, sino también un deber científico." (Dennler, Physis, nº 16, Buenos Aires, 1939)

El sentimiento de unidad que experimenta el hawaiano respecto del aspecto viviente de los espíritus, los dioses y las personas en cuanto almas no puede describirse correctamente como una relación, y menos todavía con términos como los de simpatía, empatía, anormal, supranormal o neurótico, o de térmicos como místico o mágico. No es extrasensorial, puesto que es parte del orden de la sensibilidad, aunque en parte sea extraña a ésta. Corresponde a la conciencia normal.

Las facultades agudizadas de los indígenas hawaianos les permitían notar exactamente los caracteres genéricos de todas las especies vivas, terrestres y marinas, así como los cambios más sutiles de fenómenos naturales como los vientos, la luz, y los colores del tiempo, los rizos de las olas, las variaciones de la resaca, las corrientes acuáticas y aéreas. 
(Handy y Pukui, The Polynesian Society, 1958)

Los indios ojibwa de Canadá creen en un universo de seres que, si se llaman sobrenaturales, se falsea el pensamiento de los indios. Al igual que el hombre, esos seres pertenecen al orden natural del universo, puesto que se parecen al hombre en que están dotados de inteligencia y emoción. Y también como el hombre, son hombres o mujeres, y algunos pueden tener una familia. (D. Jennes, Bulletin of the Canada Department of Mines, Natural Museum of Canadanº 78, Ottawa, 1935)

Cuando un brujo-curador del este de Canadá recoge raíces, hojas o cortezas medicinales, no deja de conciliarse con el alma de la planta depositando al pie una ofrenda menuda de tabaco, pues está convencido de que, sin el concurso del alma, el cuerpo de la planta no tendría, por sí solo, eficacia. (D. Jennes, Transactions, Royal Society of Canada, Sección II, 1930)

Los indígenas de Canadá afirman: sabemos lo que hacen los animales, cuáles son las necesidades del castor, del oso, del salmón y de las demás criaturas, porque antaño los hombres se casaban con ellos y adquirieron ese saber de sus esposas animales... Los blancos han vivido poco tiempo en este país, y no conocen mayor cosa de los animales, nosotros estamos aquí desde hace miles de años y hace mucho tiempo que los propios animales nos han instruido (...) nuestros ancestros han transmitido estos conocimientos de generación en generación (D. Jennes, Bulletin 133, Bureau of American Ethnology, 1943)

La mujer de su casa, de campo, no tiene más amiga que sus ensueños, y no habla más que con sus animales o los árboles del bosque. Ellos le hablan, nosotros sabemos de qué. Ellos despiertan en su alma las cosas que le decía su madre, su abuela, cosas antiguas, que durante siglos han pasado de mujer a mujer: el inocente recuerdo de los espíritus del lugar, conmovedora religión de familia que carecía de fuerza cuando se vivía en ruidosa comunidad, que ahora vuelve y frecuenta la cabaña solitaria.

Esta mujer, toda inocencia, tiene un secreto, que nunca dice en la iglesia. Ella guarda en su corazón el recuerdo, la compasión por los dioses antiguos. A ellos les confía las cosas de la naturaleza. A pesar de la persecución del siglo V en una Europa en vías de cristianizarse, los campesinos paseaban en forma de pequeños muñecos de tela o de harina a los dioses Júpiter, Minerva, Venus, Diana. En el siglo VIII todavía se pasea a los dioses, se les hacen ofrendas, se consulta a los augures, y aunque la Sorbona en el siglo XIV condena aún los vestigios de paganismo, éste dura más siglos.

Los espíritus no son ingratos. Una mañana, cuando se despierta, sin haber hecho nada, lo encuentra todo hecho. Queda desconcertada, se santigua, pero no dice nada. El marido se va a la faena, y ella cree que tiene que haber sido un espíritu. A partir de ese día, nota al espíritu por la casa, es como un niño, a veces le roza el vestido. Si va al establo, allí está él. En el fuego, si va al hogar. Pero también es ligero, audaz, demasiado observador, indiscreto, curioso. Su voz amable, sin burla, expresa el placer que ha experimentado al sorprender a su púdica dueña. Cuando ella se enfada, el muy pillo le dice: “no, querida bonita, no te enfades”. Cuando ella se lo dice al marido, éste no le da importancia. El duende se gana la simpatía del marido, le cuida los útiles, le trabaja el jardín y se esconde en la chimenea detrás del niño y el gato. 
(J. Michelet, La bruja)

Leyenda del Barabao

El Barabao es un massariol o duende de Venecia, parlanchín y gracioso. Le fascinan las mujeres. Le gusta convertirse en un hilo, deslizarse entre sus pechos y entonces gritar triunfante: “¡soy un tocón de tetas!, ¡soy un tocón de tetas!”. Cuando la mujer mira hacia abajo para ver de dónde sale la voz, el Barabao ya se ha ido y está haciendo observaciones más impertinentes desde el otro pecho.



A veces se convierte en niño abandonado, una familia lo acoge en su casa, y en ausencia del marido, la mujer hasta le da el pecho al Barabao, precisamente lo que más le gusta al elfo de Venecia, pero cuando el marido vuelve, sale corriendo alocadamente: “¡incluso me dio leche! ¡Ja, ja, ja! ¡La muy tonta no sabe quién soy!” 



La curiosidad del Barabao no tiene límites. Se cuela por el ojo de la cerradura de los dormitorios y levanta las mantas para espiar a los amantes. Ni siquiera los gondoleros escapan de sus bromas. Una tradición veneciana dice que se convierte en humano y luego se niega a pagar por el paseo en góndola diciendo: “carobole, carobole, doman le pagheró”. Se escapa corriendo y a
plaudiendo. (Nancy Arrowsmith, A Field Guide to the Little People)




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